
682. El secreto
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Juan David Betancur Fernandez
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Había una vez un hombre hombre de edad madura y alma contenida que vivía en una casa de piedra y madera que parecía construida para guardar secretos. Este hombre llamado Nuri cultivaba el respeto como otros cultivan jardines: Con paciencia y silencio. Su esposa, joven y de belleza inquieta, se movía por los pasillos como una melodía que no terminaba de encajar en la partitura de aquel hogar, sus gestos siempre parecían contener algo más que no se rebelaba.
La diferencia de edad entre ellos no era solo cronológica: era atmosférica. Él vivía en la pausa que producen los años y ella en el vértigo de la juventud. Él en la contemplación, ella en la urgencia.
Una tarde, Nuri regresó antes de lo habitual. El sol aún no se había escondido del todo, y los corredores de la casa estaban teñidos de un dorado melancólico y el aire tenía ese aroma espeso que traen los secretos que aún no se han descubierto. Al entrar, fue recibido por su sirviente más antiguo, un hombre que había servido a tres generaciones de la familia.
—Señor —dijo con voz baja, como si temiera que las paredes escucharan—. Vuestra esposa está en sus aposentos con el cofre de la señora madre, aquel que podría esconder un hombre. El grande, el que tiene doble fondo. No permite que nadie se acerque. He oído susurros. Y pasos. Pero no los suyos.
Nuri lo miró largo rato. No dijo nada. Subió las escaleras con la calma de quien sabe que está a punto de perder algo ya que puede encontrar una verdad que no quiere reconocer.
La puerta de la habitación estaba entreabierta. Dentro, su esposa estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra el cofre con rostro pálido y ojos humedos. Su cabello caía desordenado, y sus manos temblaban sobre sus rodillas. El cofre, de madera oscura y herrajes antiguos, parecía más un altar que un mueble.Y el silencio entre ambos era más pesado que el mismo mueble.
—¿Me mostrarías qué hay dentro? —preguntó Nuri, sin levantar la voz.
Ella lo miró. Sus ojos no eran de culpa, sino de tristeza.
—¿Lo preguntas por lo que te dijo el sirviente, o porque ya no confías en mí?
—Lo pregunto porque el silencio entre nosotros se ha vuelto insoportable y necesito conocer la verdad de nuestra relación.
—Está cerrado —dijo ella.
—¿Y la llave?
Ella la sacó de su escote, con un gesto lento, casi ritual.
—Despide al sirviente —pidió—. Solo entonces te la daré.
Nuri bajó. Le pidió al sirviente que se fuera. No por obedecer a su esposa, sino porque entendía que el juego en el que se había metido tenía otras reglas que el debía obedecer.
Cuando volvió, ella le entregó la llave sin decir palabra. Luego salió de la habitación, caminando como quien deja atrás una parte de sí, mientras su alma lloraba por no saber que le esperaba en el futuro.
Nuri se quedó solo. El cofre frente a él. La llave en su mano.y un silencio se apodero de todo el aposento. .
Con pasos lentos se acercó al cofre decidido a enfrentar su destino. Y con resolución decidio no abrir aquel cofre que retaba su vida. Pero No por miedo. No por debilidad. Sino porque entendía que hay verdades que, al ser vistas, destruyen más que el engaño mismo.
Desde el balcon de su habitación llamo a a cuatro jardineros. Les pidió que trajeran una carreta. Y que con mucho cuidado bajaran el cofre y luego lo llevaran hasta el rincón más alejado posible de su finca, allí donde los árboles crecían torcidos y la tierra olía a humedad. En ese lugar debían abrir un hoyo lo suficientemente profundo para enterrar aquel cofre que podría llevar su destino.
Y así lo hicieron los empleados. Allí lo enterraron. Sin abrirlo. Sin preguntar.